La economía es una ciencia social que estudia los procesos de extracción, producción, intercambio, distribución y consumo de bienes y servicios. En sentido figurado, economía significa regla y moderación de los gastos; ahorro.
La palabra economía proviene del latín oeconomĭa, y esta a su vez del griego οἰκονομία (oikonomía), que se deriva de la unión de los términos griegos οἶκος (oíkos), que significa ‘casa’, νόμος (nómos), ‘norma’.
El concepto de economía engloba la noción de cómo las sociedades utilizan los recursos escasos para producir bienes con valor, y cómo realizan la distribución de los bienes entre los individuos.
La escasez de recursos sugiere la idea de que los recursos materiales son limitados y no es posible producir una cantidad infinita de bienes, teniendo en cuenta que los deseos y las necesidades humanas son ilimitadas e insaciables.
Los recursos, en realidad, son suficientes, pero la administración actualmente está siendo errónea. Gandhi dijo una vez: “En la Tierra hay suficiente para satisfacer las necesidades de todos, pero no tanto como para satisfacer la avaricia de algunos”.
Con base en este principio, la economía observa el comportamiento humano como resultado de la relación entre las necesidades humanas y los recursos disponibles para satisfacer esas necesidades.
La ciencia de la economía trata de explicar el funcionamiento de los sistemas económicos y las relaciones con los agentes económicos(empresas o particulares), reflexionando sobre los problemas existentes y proponiendo soluciones.
Así, la investigación de los principales problemas económicos y la toma de decisiones se basan en cuatro preguntas fundamentales sobre la producción: ¿qué producir?, ¿cuándo producir?, ¿cuánto producir?, ¿para quién producir?
En Economía, se distinguen fundamentalmente dos ramas: la microeconomía y la macroeconomía. La microeconomía estudia las diversas formas de comportamiento en las decisiones individuales de los agentes económicos (empresas, empleados y consumidores), mientras que la macroeconomía analiza los procesos microeconómicos, observando la economía en su conjunto y con variables agregadas (producción total, tasas de inflación, desempleo, salarios, etc.).
Como economía mixta se conoce el sistema económico que combina elementos de la economía planificada o dirigida, que obedece a objetivos y límites impuestos por el Estado, y de la economía de mercado libre. Asimismo, también se llama así al modelo económico en el cual coexisten la propiedad privada del capitalismo y la propiedad colectiva del socialismo.
Economía política
El concepto de economía política surgió en el siglo XVII para referirse a las relaciones de producción entre las tres principales clases sociales del momento: burgueses, terratenientes y proletarios.
A diferencia de la teoría económica de la fisiocracia, según la cual la tierra es el origen de la riqueza, la economía política proponía que, en realidad, el trabajo era la fuente real del valor, de lo cual se desprendía la teoría del valor-trabajo.
El concepto de economía política fue dejado de lado en el siglo XIX, reemplazado por el de economía, que privilegiaba un enfoque matemático. Hoy en día, el término de economía política es usado en estudios interdisciplinarios cuyo objetivo es el análisis de cómo la política influye en el comportamiento del mercado.
Economía sumergida
Como economía sumergida se conoce toda aquella actividad económica que es practicada al margen de los controles legales y tributarios. Comprende desde actividades no declaradas al fisco, hasta actividades económicas ilegales y delictivas, como el tráfico de armas o drogas, o el blanqueo de capitales. Debido a que son actividades económicas que se llevan a cabo al margen de la ley, no figuran en los registros fiscales ni estadísticos del Estado.
Economía informal
La economía informal comprende todas las actividades económicas, de intercambio de bienes y servicios, que se ocultan para evadir impuestos o controles administrativos. Al igual que la economía subterránea, forma parte de la economía sumergida. Algunos ejemplos comunes de economía informal son el trabajo doméstico o la venta ambulante. En todos los países del mundo, en mayor o menor proporción, existe la economía informal, pese a que con ello se le haga un grave daño económico al fisco.
Economía subterránea
Como economía subterránea, también conocida como mercado negro, se designa aquella que está constituida por los intercambios de bienes, productos o servicios de manera clandestina o ilegal. Como tal, no se encuentra sujeta a ninguna normativa legal, de modo que suele violar la fijación de precios o las disposiciones en materia legal que hayan sido impuestas por el gobierno para el comercio de tales efectos.
El amplio mar, la constante contemplación del horizonte en busca de la presa, la abigarrada tripulación del Pequod, ballenero comandado por un capitán tullido y obsesionado por su venganza... Surgiendo de la profundidad de las aguas, como un espectro, la encarnación del Mal: Moby Dick, la ballena blanca...
Herman Melville (1819-1891) creó la fábula de la ballena blanca hace un siglo y medio. Demonio del mar o símbolo de la belleza, Moby Dick es el personaje principal de una historia fascinante de aventuras, en las que se mezclan el bien y el mal.
Moby Dick, la novela que William Faulkner hubiera querido escribir, ha alcanzado el reconocimiento y el elogio constante que merece una construcción narrativa impecable. La lucha del capitán Ahab, su terrible obsesión y la mítica persecución de la enorme ballena han traspasado fronteras, consiguiendo así la indiscutible categoría de obra maestra de la literatura universal.
"Moby Dick es el paradigma novelístico de lo sublime: un logro fuera de lo común."
La protagonista, María, es una joven provinciana
natural de Chincha, que trabaja como empleada del hogar en Lima. El relato se
abre con ella refugiada en una habitación en Jesús María, a donde le lleva su amiga, sirvienta como ella, llamada Justa, donde
debía encontrarse con un señor llamado Felipe Santos, una supuesta alma
bondadosa, que se había ofrecido para ser su protector y darle nuevo trabajo.
María había huido de la casa donde trabajaba, a raíz del continuo acoso que
sufría de parte del hijo de su patrona Gertrudis, el joven Raúl (al que le
decían el “niño Raúl”). La Justa, antes de dejarla en esa habitación de Jesús
María, le advierte que el señor Felipe Santos llegaría muy tarde, pues
trabajaba en una panadería; le asegura una vez más que le ayudaría a conseguir
trabajo, pues era una buena persona. María, al quedar sola, tiene sentimientos
contrariados; por un lado, siente un gran alivio de haber huido del acecho de
Raúl, pero por otro, se siente sola en una habitación extraña, a la espera de
un hombre desconocido. En el techo ve a una araña haciendo hábilmente una
enorme tela. Empieza a sentir tétrico el ambiente y tiene un mal
presentimiento. Mientras espera a Felipe Santos, recuerda la insoportable vida
que había llevado en casa de su patrona, donde continuamente era abordada por
el joven Raúl, el cual trataba de convencerla para que saliera con él. Un día,
Raúl pasó de las palabras a la acción y trató de abrazarla a la fuerza. Ello
fue el colmo para María, quien lo acusó ante la patrona. Esta le escuchó sin
inmutarse y solo se limitó a decirle que volviera al trabajo, que ya sabría qué
hacer. Al parecer, doña Gertrudis algo le dijo a su hijo, pues durante unos
días, María se vio libre del acoso, aunque luego el “niño” volvió a las andadas
con renovado brío. María le contó de su situación a Justa, y ella fue quien le
aconsejó que huyera y buscara ayuda con Felipe Santos, quien era dueño de una
panadería y decía que la conocía, pues la veía siempre pasar cuando iba a la
pulpería. María no identificaba al tal Felipe Santos; de todos modos, aceptó la
oferta. Muy de mañana salió de la casa de Gertrudis y junto con Justa tomó un
taxi, con dirección a Jesús María donde se encontraría con quien se había
ofrecido para ser su protector. Finalmente, éste se presenta: se trataba de un
hombre cincuentón, que le saluda amablemente, ofreciéndole ayudarla y ser para
ella como un padre, ya que ella era todavía muy joven. Como gesto de su buena
voluntad le regala una cadenilla con una medalla de la Virgen, colocándole él
mismo en el cuello. María se queda inmóvil, sin atinar a negarse y salir de la
habitación (¿a dónde podría ir, si no conocía a nadie en Lima, cuyas
abigarradas calles se cruzaban como una gigantesca telaraña?) y siente a la cadenilla
como un nuevo yugo que debería soportar a partir de entonces.
Analía Torres quedó huérfana con apenas
quince días, cuando su madre muriera después del parto, y su padre sin poder
soportarlo, terminara con su propia vida, de un tiro.
Así mismo, el narrador comentará cómo
desde el primer momento, el hermano de su padre, Eugenio se hizo cargo de su sobrina, llevándola
a su casa, encargándose de la administración de las tierras de
sus padres, y entregándola a la crianza de una india, que cumplía los papeles
de ama de llaves, situación que se extendió hasta los seis años de edad, cuando
Analía fue enviada a un internado de las Hermanas del Sagrado Corazón, donde
permanecería hasta convertirse en una mujer.
Sin embargo, la crianza que Analía
recibiría en esta institución no era de su disgusto. Por el contrario, Analía disfrutaba sobremanera
el silencio del claustro, así como los olores a cera que
provenían de la capilla. Por el contrario, prefería mantenerse lejos del
bullicio de las otras alumnas, del cual huía refugiándose de la vista de todos,
en el desván, donde aprovechaba de contarse cuentos a sí misma.
Durante todos esos años transcurridos,
recibía eventualmente una breve carta de su tío Eugenio, en el cual el hombre
le recordaba su responsabilidad de ser una nueva alumna, al tiempo que le
aconsejaba también la idea de seguir los pasos de Dios, entregándose a la vida
religiosa, situación que no disgustaba a Analía, pero que sin embargo por
provenir de su tío la prevenía de que ése no era el camino que debía seguir. De
alguna manera, el instinto de Analía le advertía que no confiara en su tío
Eugenio, pues sentía que éste no le era sincero, y que por
el contrario quería apartarla del manejo de sus tierras y herencia.
Cuando Analía cumplió 16 años su tío fue
a visitarla al convento. No se reconocieron, pues ambos habían cambiado mucho.
En esa conversación, el tío le comentó que a partir de ese momento le daría una
pensión mensual, y luego cuando cumpliera los 18 años ya verían. Analía le respondió que cuando ella se casara manejaría sus tierras.
Al retirarse, la madre superiora sugirió que ese trato de seguro respondía al
hecho de que Analía no tenía mucho contacto con sus familiares.
Recordando que las mujeres son
sentimentales, el tío Eugenio se marchó, regresando dos semanas después con una carta del puño y letra de su hijo Luis, quien quería
establecer comunicación con su prima, a fin de que ésta no se sintiera sola.
Analía comenzó entonces a recibir cartas periódicas, por parte de su primo, las
cuales al principio no le interesaron, pero que llegado un punto comenzó
incluso a responder, surgiendo entonces una historia de amor epistolar que
duraría por dos años.
Analía pasaba horas imaginando cómo sería el ser amado, incluso llegó a imaginarlo deforme, pues una
sensibilidad como la que la había enamorado, según su percepción, no podía
provenir de un ser sin deformidades físicas o serias discapacidades, por lo que
Analía imaginó a su amado cojo, jorobado, calvo y tierno, y a esa figura le
entregó su amor. Así mismo, aprendió de memoria cada trazo de su letra, cada detalle
del papel.
Cuando Analía cumplió los 18 años, la
madre superiora le avisó que tenía una visita. Era su enamorado, sin embargo,
para su sorpresa, su primo Luis era un hombre más bien apuesto y elegante. No
obstante, desde el primer día de casada, Analía descubrió que su primo y ahora esposo no era quien había escrito
las cartas, y a pesar de que éste resultó ser un marido
respetuoso e incluso divertido no pudo dejar de sentir cierto fastidio.
Los años transcurrieron, y Analía le dio
un hijo a Luis, quien poco a poco fue dejando de interesarse de los asuntos del
campo, permitiendo que por primera vez su tío Eugenio, quien seguía administrando las tierras discutiera los asuntos con ella.
Cuando su hijo estuvo en edad de estudiar, su padre y su abuelo decidieron
mandarlo a la ciudad, pero Analía se impuso con tal ferocidad, que aceptaron a
llevarlo solo a la escuela del pueblo.
De esta forma el niño fue enviado a la
escuela del pueblo, aun cuando los nervios de su madre no aceptaran separarse.
No obstante, a los tres meses el niño regresó con su boleta de calificaciones y
una carta, en la cual su maestro lo felicitaba por su buen rendimiento. Analía leyó temblando las cartas, abrazó a su hijo, y no volvió a
preocuparse de que su hijo asistiera a esta institución.
El destino quiso que su marido Luis,
quien se había dado a la bebida y el juego, sufriera un accidente con un caballo que terminó con su vida.
Analía estuvo a su lado, lloró su muerte y le guardó luto. Sin embargo, antes
de regresar al pueblo de la clínica compró un hermoso vestido blanco.
Con determinación decidió relevar a su
tío Eugenio de la administración de sus tierras, contrató un capataz para tomar
ella misma las riendas de sus negocios, se vistió de blanco y se fue a la
escuela donde había estudiado su hijo. Al llegar, pudo ver al maestro que
buscaba, sentado en su silla, con sus muletas apoyadas en la pared. Lo enfrentó
con sus cajas de sombreros llenos de cartas, y le dijo que ella sabía que quien había escrito las cartas de amor era él, y
que lo había descubierto en la primera comunicación que llegó con su hijo.
El maestro aceptó, preguntando si podía perdonarlo,
y confesándose que esos habían sido los mejores años de su vida, pues había
algo que esperar: el correo. Analía y el profesor salieron al patio.
De puntillas, para no despertar a Piedad, entran en el cuarto de dormir
el padre y la madre. Vienen riéndose, como dos muchachones.
Vienen de la mano, como dos muchachos. El padre viene detrás,
como si fuera a tropezar con todo. La madre no tropieza; porque
conoce el camino. ¡Trabaja mucho el padre, para comprar todo lo de
la casa, y no puede ver a su hija cuando quiere! A veces, allá en el trabajo, se ríe
solo, o se pone de repente como triste, o se le ve en la cara como una luz: y es que
está pensando en su hija: se le cae la pluma de la mano cuando piensa así, pero
enseguida empieza a escribir, y escribe tan de prisa, tan de prisa, que es como
si la pluma fuera volando. Y le hace muchos rasgos a la letra, y las oes le salen
grandes como un sol, y las ges largas como un sable, y las eles están debajo de
la línea, como si se fueran a clavar en el papel, y las eses caen al fin de la palabra,
como una hoja de palma; ¡tiene que ver lo que escribe el padre cuando ha
pensado mucho en la niña! Él dice que siempre que le llega por la ventana el olor
de las flores del jardín, piensa en ella. O a veces, cuando está trabajando cosas
de números, o poniendo un libro sueco en español, la ve venir, venir despacio,
como en una nube, y se le sienta al lado, le quita la pluma, para que repose un
poco, le da un beso en la frente, le tira de la barba rubia, le esconde el tintero:
es sueño no más, no más que sueño, como esos que se tienen sin dormir, en que
ve uno vestidos muy bonitos o un caballo vivo de cola muy larga o un cochecito
con cuatro chivos blancos o una sortija con la piedra azul. Sueño es no más, pero
dice el padre que es como si lo hubiera visto, y que después tiene más fuerza y
escribe mejor. Y la niña se va, se va despacio por el aire, que parece de luz todo:
se va como una nube.
Hoy el padre no trabajó mucho, porque tuvo que ir a una tienda: ¿a qué iría
el padre a una tienda? Y dicen que por la puerta de atrás entró una caja grande:
¿qué vendrá en la caja? ¡A saber lo que vendrá!: mañana hace ocho años que
nació Piedad. La criada fue al jardín, y se pinchó el dedo por cierto, por querer
coger, para un ramo que hizo, una flor muy hermosa. La madre a todo dice
que sí, y se puso el vestido nuevo, y le abrió la jaula al canario. El cocinero está
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haciendo un pastel, y recortando en figura de flores los nabos y las zanahorias,
y le devolvió a la lavandera el gorro, porque tenía una mancha que no se veía
apenas pero, «¡hoy, hoy, señora lavandera, el gorro ha de estar sin mancha!».
Piedad no sabía, no sabía. Ella sí vio que la casa estaba como el primer día de
sol, cuando se va ya la nieve, y salen las hojas a los árboles. Todos sus juguetes
se los dieron aquella noche, todos. Y el padre llegó muy temprano del trabajo, a
tiempo de ver a su hija dormida. La madre lo abrazó cuando lo vio entrar: ¡y lo
abrazó de veras! Mañana cumple Piedad ocho años.
*
El cuarto está a media luz, una luz como la de las estrellas, que viene de
la lámpara de velar, con su bombillo de color de ópalo. Pero se ve, hundida en la
almohada, la cabecita rubia. Por la ventana entra la brisa, y parece que juegan,
las mariposas que no se ven, con el cabello dorado. Le da en el cabello la luz. Y
la madre y el padre vienen andando, de puntillas. ¡Al suelo, el tocador de jugar!
¡Este padre ciego, que tropieza con todo! Pero la niña no se ha despertado. La luz
le da en la mano. A la cama no se puede llegar; porque están alrededor todos los
juguetes, en mesas y sillas. En una silla está el baúl que le mandó en pascuas
la abuela, lleno de almendras y de mazapanes: boca abajo está el baúl, como si
lo hubieran sacudido, a ver si caía alguna almendra de un rincón o si andaban
escondidas por la cerradura algunas migajas de mazapán; ¡eso es, seguro, que
las muñecas tenían hambre! En otra silla está la loza, mucha loza muy fina, y
en cada plato una fruta pintada: un plato tiene una cereza, y otro un higo, y otro
una uva: da en el plato ahora la luz, en el plato del higo, y se ven como chispas
de estrella: ¿cómo habrá venido esta estrella a los platos? «¡Es azúcar!», dice el
pícaro padre. «¡Eso es, de seguro!», dice la madre, «eso es que estuvieron las
muñecas golosas comiéndose el azúcar». El costurero está en otra silla, y muy
abierto, como de quien ha trabajado de verdad; el dedal está machucado, ¡de
tanto coser! Cortó la modista mucho, porque del calicó que le dio la madre no
queda más que un redondel con el borde de picos, y el suelo está por allí lleno
de recortes, que le salieron mal a la modista, y allí está la chambra empezada
a coser, con la aguja clavada, junto a una gota de sangre. Pero la sala, y el gran
juego, está en el velador, al lado de la cama. El rincón, allá contra la pared, es el
cuarto de dormir de las muñequitas de loza, con su cama de la madre, de colcha
de flores y, al lado una muñeca de traje rosado en una silla roja, el tocador está
entre la cama y la cuna, con su muñequita de trapo, tapada hasta la nariz, y
el mosquitero encima. La mesa del tocador es una cajita de cartón castaño y el
espejo es de los buenos, de los que vende la señora pobre de la dulcería, a dos por
un centavo. La sala está en lo de delante del velador y tiene en medio una mesa,
con el pie hecho de un carretel de hilo, y lo de arriba de una concha de nácar,
con una jarra mexicana en medio, de las que traen los muñecos aguadores de
México; y alrededor unos papelitos doblados, que son los libros. El piano es de
madera, con las teclas pintadas; y no tiene banqueta de tornillo, que eso es poco
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lujo, sino una de espaldar, hecha de la caja de una sortija, con lo de abajo forrado
de azul; y la tapa cosida por un lado, para la espalda, y forrada de rosa; y encima
un encaje. Hay visitas, por supuesto, y son de pelo de veras, con ropones de seda
lila de cuartos blancos y zapatos dorados: y se sientan sin doblarse, con los pies
en el asiento: y la señora mayor, la que trae gorra color de oro, y está en el sofá,
tiene su levantapiés, porque del sofá se resbala; y el levantapiés es una cajita
de paja japonesa, puesta boca abajo: en un sillón blanco están sentadas juntas,
con los brazos muy tiesos, dos hermanas de loza. Hay un cuadro en la sala, que
tiene detrás, para que no se caiga, un pomo de olor: y es una niña de sombrero
colorado, que trae en los brazos un cordero. En el pilar de la cama, del lado del
velador, está una medalla de bronce, de una fiesta que hubo, con las cintas francesas:
en su gran moña de los tres colores está adornando la sala el medallón,
con el retrato de un francés muy hermoso, que vino de Francia a pelear por que
los hombres fueran libres, y otro retrato del que inventó el pararrayos, con la
cara de abuelo que tenía cuando pasó el mar para pedir a los reyes de Europa
que lo ayudaran a hacer libre su tierra: esa es la sala, y el gran juego de Piedad.
Y en la almohada, durmiendo en su brazo, y con la boca desteñida de los besos,
está su muñeca negra.
*
Los pájaros del jardín la despertaron por la mañanita. Parece que se saludan
los pájaros y la convidan a volar. Un pájaro llama y otro pájaro responde.
En la casa hay algo, porque los pájaros se ponen así cuando el cocinero anda
por la cocina saliendo y entrando, con el delantal volándole por las piernas, y la
olla de plata en las dos manos, oliendo a leche quemada y a vino dulce. En la
casa hay algo, porque si no, ¿para qué está ahí, al pie de la cama, su vestidito
nuevo, el vestidito color de perla, y la cinta lila que compraron ayer, y las medias
de encaje? «Yo te digo, Leonor, que aquí pasa algo. Dímelo tú, Leonor, tú que
estuviste ayer en el cuarto de mamá, cuando yo fui a paseo. ¡Mamá mala, que
no te dejó ir conmigo, porque dice que te he puesto muy fea con tantos besos, y
que no tienes pelo, porque te he peinado mucho! La verdad, Leonor, tú no tienes
mucho pelo; pero yo te quiero así, sin pelo, Leonor, tus ojos son los que quiero
yo, porque con los ojos me dices que me quieres: te quiero mucho, porque no te
quieren: ¡a ver! ¡Sentada aquí en mis rodillas, que te quiero peinar! Las niñas
buenas se peinan en cuanto se levantan. ¡A ver, los zapatos, que ese lazo no está
bien hecho! Y los dientes, déjame ver los dientes. Las uñas, ¡Leonor, esas uñas
no están limpias! Vamos, Leonor, dime la verdad. Oye, oye a los pájaros que parece
que tienen baile. Dime, Leonor, ¿qué pasa en esta casa?». Y a Piedad se le
cayó el peine de la mano, cuando le tenía ya una trenza hecha a Leonor; y la otra
estaba toda alborotada. Lo que pasaba, allí lo veía ella. Por la puerta venía la
procesión. La primera era la criada, con el delantal de rizos de los días de fiesta
y la cofia de servir la mesa en los días de visita: traía el chocolate, el chocolate
con crema, lo mismo que el día de Año Nuevo, y los panes dulces en una cesta
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de plata; luego venía la madre, con un ramo de flores blancas y azules: ¡ni una
flor colorada en el ramo, ni una flor amarilla!; y luego venía la lavandera, con el
gorro blanco que el cocinero no se quiso poner y un estandarte que el cocinero le
hizo, con un diario y un bastón. Y decía en el estandarte, debajo de una corona
de pensamientos: «¡Hoy cumple Piedad ocho años!». Y la besaron, y la vistieron
con el traje color de perla, y la llevaron, con el estandarte detrás, a la sala de los
libros de su padre, que tenía muy peinada su barba rubia, como si se la hubieran
peinado muy despacio, y redondeándole las puntas, y poniendo cada hebra en su
lugar. A cada momento se asomaba a la puerta, a ver si Piedad venía; escribía y
se ponía a silbar; abría un libro y se quedaba mirando a un retrato, a un retrato
que tenía siempre en su mesa, y era como Piedad, una Piedad de vestido largo. Y
cuando oyó ruido de pasos, y un vocerrón que venía tocando música en un cucurucho
de papel, ¿quién sabe lo que sacó de una caja grande? Y se fue a la puerta
con una mano en la espalda; y con el otro brazo cargó a su hija. Luego dijo que
sintió como que en el pecho se le abría una flor, y como que se le encendía en
la cabeza un palacio, con colgaduras azules de flecos de oro, y mucha gente con
alas: luego dijo todo eso, pero entonces, nada se le oyó decir. Hasta que Piedad
dio un salto en sus brazos, y se le quiso subir por el hombro, porque en un espejo
había visto lo que llevaba en la otra mano el padre. «¡Es como el sol el pelo,
mamá, lo mismo que el sol! ¡Ya la vi, ya la vi, tiene el vestido rosado! ¡Dile que
me la dé, mamá: si es de peto verde, de peto de terciopelo! ¡Como las mías son las
medias, de encaje como las mías!». Y el padre se sentó con ella en el sillón, y le
puso en los brazos la muñeca de seda y porcelana. Echó a correr Piedad, como si
buscase a alguien. «¿Y yo me quedo hoy en casa por mi niña», le dijo su padre, «y
mi niña me deja solo?». Ella escondió la cabecita en el pecho de su padre bueno.
Y en mucho, mucho tiempo, no la levantó, aunque, ¡de veras!, le picaba la barba.
*
Hubo paseo por el jardín, y almuerzo con un vino de espuma debajo de la
parra, y el padre estaba muy conversador, cogiéndole a cada momento la mano a
su mamá, y la madre estaba como más alta, y hablaba poco, y era como música
todo lo que hablaba. Piedad le llevó al cocinero una dalia roja, y se la prendió
en el pecho del delantal: y a la lavandera le hizo una corona de claveles: y a la
criada le llenó los bolsillos de flores de naranjo, y le puso en el pelo una flor, con
sus dos hojas verdes. Y luego, con mucho cuidado, hizo un ramo de nomeolvides.
«¿Para quién es ese ramo, Piedad?». «No sé, no sé para quién es: ¡quién sabe si es
para alguien!». Y lo puso a la orilla de la acequia, donde corría como un cristal
el agua. Un secreto le dijo a su madre, y luego le dijo: «¡Déjame ir!». Pero le dijo
«caprichosa» su madre: «¿Y tu muñeca de seda, no te gusta?, mírale la cara, que
es muy linda: y no le has visto los ojos azules». Piedad sí se los había visto; y la
tuvo sentada en la mesa después de comer, mirándola sin reírse; y la estuvo enseñando
a andar en el jardín. Los ojos era lo que le miraba ella: y le tocaba en el
lado del corazón: «¡Pero, muñeca, háblame, háblame!». Y la muñeca de seda no
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le hablaba. «¿Conque no te ha gustado la muñeca que te compré, con sus medias
de encaje y su cara de porcelana y su pelo fino?». «Sí, mi papá, sí me ha gustado
mucho. Vamos, señora muñeca, vamos a pasear. Usted querrá coches, y lacayos,
y querrá dulce de castañas, señora muñeca. Vamos, vamos a pasear». Pero en
cuanto estuvo Piedad donde no la veían, dejó a la muñeca en un tronco, de cara
contra el árbol. Y se sentó sola, a pensar, sin levantar la cabeza, con la cara
entre las dos manecitas. De pronto echó a correr, de miedo de que se hubiese
llevado el agua el ramo de nomeolvides.
*
«¡Pero, criada, llévame pronto!». «¿Piedad, qué es eso de criada? ¡Tú nunca
le dices criada así, como para ofenderla!». «No, mamá, no: es que tengo mucho
sueño: estoy muerta de sueño. Mira: me parece que es un monte la barba de
papá: y el pastel de la mesa me da vueltas, vueltas alrededor, y se están riendo
de mí las banderitas: y me parece que están bailando en el aire las flores de
zanahoria: estoy muerta de sueño: ¡adiós, mi madre!: mañana me levanto muy
tempranito: tú, papá, me despiertas antes de salir: yo te quiero ver siempre
antes de que te vayas a trabajar: ¡oh, las zanahorias!, ¡estoy muerta de sueño!
¡Ay, mamá, no me mates el ramo!, ¡mira, ya me mataste mi flor!». «¿Conque se
enoja mi hija porque le doy un abrazo?». «¡Pégame, mi mamá! ¡Papá, pégame tú!
Es que tengo mucho sueño». Y Piedad salió de la sala de los libros, con la criada
que le llevaba la muñeca de seda. «¡Qué de prisa va la niña, que se va a caer!
¿Quién espera a la niña?». «¡Quién sabe quien me espera!». Y no habló con la
criada: no le dijo que le contase el cuento de la niña jorobadita que se volvió una
flor: un juguete no más le pidió, y lo puso a los pies de la cama y le acarició a la
criada la mano, y se quedó dormida. Encendió la criada la lámpara de velar, con
su bombillo de ópalo: salió de puntillas: cerró la puerta con mucho cuidado. Y en
cuanto estuvo cerrada la puerta, relucieron dos ojitos en el borde de la sábana:
se alzó de repente la cubierta rubia: de rodillas en la cama, le dio toda la luz a la
lámpara de velar: y se echó sobre el juguete que puso a los pies, sobre la muñeca
negra. La besó, la abrazó, se la apretó contra el corazón: «Ven, pobrecita: ven,
que esos malos te dejaron aquí sola: tú no estás fea, no, aunque no tengas más
que una trenza: la fea es esa, la que han traído hoy, la de los ojos que no hablan:
dime, Leonor, dime, ¿tú pensaste en mí?: mira el ramo que te traje, un ramo de
nomeolvides, de los más lindos del jardín: ¡así, en el pecho! ¡Esta es mi muñeca
linda! ¿Y no has llorado? ¡Te dejaron tan sola! ¡No me mires así, porque voy a
llorar yo! ¡No, tú no tienes frío! ¡Aquí conmigo, en mi almohada, verás cómo te
calientas! ¡Y me quitaron, para que no me hiciera daño, el dulce que te traía!
¡Así, así, bien arropadita! ¡A ver, mi beso, antes de dormirte! ¡Ahora, la lámpara
baja! ¡Y a dormir, abrazadas las dos! ¡Te quiero, porque no te quieren!».