La protagonista, María, es una joven provinciana
natural de Chincha, que trabaja como empleada del hogar en Lima. El relato se
abre con ella refugiada en una habitación en Jesús María, a donde le lleva su amiga, sirvienta como ella, llamada Justa, donde
debía encontrarse con un señor llamado Felipe Santos, una supuesta alma
bondadosa, que se había ofrecido para ser su protector y darle nuevo trabajo.
María había huido de la casa donde trabajaba, a raíz del continuo acoso que
sufría de parte del hijo de su patrona Gertrudis, el joven Raúl (al que le
decían el “niño Raúl”). La Justa, antes de dejarla en esa habitación de Jesús
María, le advierte que el señor Felipe Santos llegaría muy tarde, pues
trabajaba en una panadería; le asegura una vez más que le ayudaría a conseguir
trabajo, pues era una buena persona. María, al quedar sola, tiene sentimientos
contrariados; por un lado, siente un gran alivio de haber huido del acecho de
Raúl, pero por otro, se siente sola en una habitación extraña, a la espera de
un hombre desconocido. En el techo ve a una araña haciendo hábilmente una
enorme tela. Empieza a sentir tétrico el ambiente y tiene un mal
presentimiento. Mientras espera a Felipe Santos, recuerda la insoportable vida
que había llevado en casa de su patrona, donde continuamente era abordada por
el joven Raúl, el cual trataba de convencerla para que saliera con él. Un día,
Raúl pasó de las palabras a la acción y trató de abrazarla a la fuerza. Ello
fue el colmo para María, quien lo acusó ante la patrona. Esta le escuchó sin
inmutarse y solo se limitó a decirle que volviera al trabajo, que ya sabría qué
hacer. Al parecer, doña Gertrudis algo le dijo a su hijo, pues durante unos
días, María se vio libre del acoso, aunque luego el “niño” volvió a las andadas
con renovado brío. María le contó de su situación a Justa, y ella fue quien le
aconsejó que huyera y buscara ayuda con Felipe Santos, quien era dueño de una
panadería y decía que la conocía, pues la veía siempre pasar cuando iba a la
pulpería. María no identificaba al tal Felipe Santos; de todos modos, aceptó la
oferta. Muy de mañana salió de la casa de Gertrudis y junto con Justa tomó un
taxi, con dirección a Jesús María donde se encontraría con quien se había
ofrecido para ser su protector. Finalmente, éste se presenta: se trataba de un
hombre cincuentón, que le saluda amablemente, ofreciéndole ayudarla y ser para
ella como un padre, ya que ella era todavía muy joven. Como gesto de su buena
voluntad le regala una cadenilla con una medalla de la Virgen, colocándole él
mismo en el cuello. María se queda inmóvil, sin atinar a negarse y salir de la
habitación (¿a dónde podría ir, si no conocía a nadie en Lima, cuyas
abigarradas calles se cruzaban como una gigantesca telaraña?) y siente a la cadenilla
como un nuevo yugo que debería soportar a partir de entonces.
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